El arte no es solo para museos silenciosos ni para colgarse en marcos delicados. También es un campo de batalla donde la creatividad se enfrenta al cansancio físico. Muchos artistas se han llevado su cuerpo al límite, mezclando resistencia con concentración extrema, con el pincel en una mano y la necedad artística en la otra. Miguel Ángel casi se arruina la espalda pintando la Capilla Sixtina. Jackson Pollock terminaba empapado en sudor mientras bailaba su caos sobre el lienzo. Van Gogh prácticamente se moría de hambre pintando sus girasoles. Estos artistas, igual que atletas de alto rendimiento, aguantaron dolor físico, agotamiento y dejaron de lado la comodidad para perseguir la belleza con obsesión.
¿Pero qué pensarías si te dijera que en su época, pudieron haberse ganado una medalla olímpica por ese sufrimiento?
Así es: de 1912 a 1948, el arte no solo era inspiración… también era una competencia en los Juegos Olímpicos. Pero, ¿cómo es que el mundo de las pinturas, las esculturas y la arquitectura terminó mezclado con el de los maratones, las pesas y las luchas grecorromanas?
Los Primeros Juegos Olímpicos y su Pausa de 1,500 años
Los Juegos Olímpicos nacieron en la antigua Grecia, con el primer evento registrado en el año 776 a.C. Eran una fiesta del espíritu humano en todas sus formas, parte de celebraciones religiosas dedicadas a Zeus. Se incluían competencias de velocidad, lucha, y hasta carreras de carruajes como las popularizadas por Ben-Hur.
Duraron casi 12 siglos hasta que en el año 393 d.C., el emperador Teodosio I los canceló por considerarlos paganos. Y así, se fueron olvidando poco a poco, quedando como leyenda en libros polvosos y mitología.
Luego llegó Pierre de Coubertin, un aristócrata francés con bigote de villano de película y obsesionado con la antigua Grecia. Nació en 1863, era historiador, educador, idealista empedernido y soñador sin frenos. La derrota de Francia en la Guerra Franco-Prusiana (1870) lo conmovió, y avivó su espíritu de patriota. Pensó que la clave para levantar el ánimo nacional no era solo estudiar, sino mover el cuerpo.
Su fascinación con los antiguos Juegos Olímpicos lo llevó a proponer su versión moderna en 1894. Juntó a delegados de 12 países para fundar el Comité Olímpico Internacional (COI) y, para 1896, los primeros Juegos Olímpicos modernos se llevaron a cabo en Atenas.
Cuando el Arte y las Olimpiadas Hicieron Una Pareja Inesperada
Coubertin no solo quería ver músculos en acción. Su visión del “olimpismo” mezclaba sudor con alma: “Las Olimpiadas deben unir el músculo del atleta con la mente del poeta.” Para él, el arte era tan importante como el deporte. Así que en los Juegos de Estocolmo 1912, lanzó las competencias olímpicas de arte, pidiendo obras “inspiradas en el deporte”.
¡Imagínate la emoción! Las categorías incluían pintura, escultura, literatura, música ¡y hasta arquitectura! Los artistas competían al tú por tú con los atletas, y los ganadores recibían medallas como si hubieran corrido los 100 metros planos. Coubertin incluso metió un poema usando seudónimo… y ganó oro. (Sin pena, Pierre. Tú muy bien.)
Drama, Debate y Medallas
Como toda idea que rompe esquemas, juntar arte con deporte causó polémica desde el principio. Los críticos no tardaron en echarle tierra, diciendo que esas competencias eran “demasiado subjetivas” o “innecesarias”. Se preguntaban si realmente se podía —o debía— calificar la creatividad con el mismo rigor que una competencia física. ¿Una escultura podía competir con una maratón? ¿Un verso apasionado equivalía a un salto de altura? En medio de todo ese debate, las competencias artísticas se convirtieron en una novela paralela dentro de los Juegos Olímpicos durante más de tres décadas.
El público estaba dividido: unos se maravillaban con las obras que capturaban el espíritu de su época, y otros decían que eso no tenía nada que ver con lo que debía ser una olimpiada. Pero esto era más que medallas: era una revolución cultural que desafiaba qué significaba ser élite. Hubo escándalos, críticas intensas y victorias inesperadas que le dieron sabor a lo que de otro modo pudo ser solo una curiosidad burocrática. En cada edición olímpica, nuevos artistas llegaban con hambre de gloria.


Uno de los más entusiastas defensores de las competencias artísticas fue el escultor francés Lucien Alliot. Cuando los juegos llegaron a París, logró tres reconocimientos como “Competidor Aceptado” con Lanceuse de boule, Les deux Boxeurs y L’Arrivée (París 1924).



El pintor Jean Jacoby representó a Luxemburgo y se llevó dos medallas de oro con Étude de Sport y Rugby, convirtiéndose en el único artista en lograrlo en toda la historia olímpica.




Otro nombre que dejó huella fue Alex Diggelmann de Suiza, quien ganó oro con Arosa I Placard (Berlín 1936), plata por su cartel del Campeonato Mundial de Ciclismo (Londres 1948), y bronce por el del Mundial de Hockey sobre Hielo ese mismo año. ¡Un crack del diseño gráfico vintage!
Cuando el Arte Olímpico se Topó con la Política (y Todo se Empezó a Torcer)
En 1936, la Alemania nazi convirtió las competencias artísticas en arma política, usando el evento como vitrina de propaganda (sí, ese régimen ganó medallas en las categorías de poesía, música y relieves). La reacción del público fue intensamente polarizada. En Alemania, esas victorias se usaron para inflar el orgullo nacional y legitimar una versión tóxica del arte oficial, respaldado por el Estado. Muchos lo vieron como un símbolo de renacimiento cultural (muy entre comillas). Pero fuera del país, especialmente en lugares como Francia y Reino Unido, la cosa no cayó nada bien. Hubo protestas, críticas y boicots que dejaban claro que eso ya no era solo arte: era ideología disfrazada de cultura.
El choque entre arte y política se volvió evidente. Las competencias artísticas ya no eran solo sobre creatividad, sino una especie de campo de batalla donde se jugaba la influencia ideológica tanto como la expresión personal.
Y eso no fue todo. Conforme avanzaban los años, los Juegos Olímpicos iban agarrando una vibra más moderna, acelerada y súper competitiva. El arte simplemente no pudo seguir el ritmo. Muchos en el mundo artístico no soportaban ver la creatividad reducida a numeritos en una hoja de calificaciones. Y para 1948, ya era imposible ignorar que el sistema tenía muchas grietas.
La Guerra Fría ya andaba calentando motores, y los artistas del bloque soviético empezaban a colar mensajes políticos en sus “obras inspiradas en el deporte”. El Comité Olímpico Internacional ya no sabía si estaba organizando una competencia artística o una guerra de propaganda con pinceles.
Para mediados del siglo XX, el COI decidió que estas competencias ya no encajaban con la visión original del olimpismo, centrada en el deporte amateur. En 1954, se cancelaron oficialmente, declarando que el arte era “demasiado subjetivo”. Se bajó el telón de forma definitiva sobre una etapa única (y muy polémica) donde los pinceles y los cinceles compartieron podio con lanzas y guantes de box.
Arte y Deporte: Mismo Esfuerzo, Otro Escenario
“Lo importante en la vida no es el triunfo, sino la lucha; lo esencial no es haber ganado, sino haber peleado bien.”
— Pierre de Coubertin
Avanzamos al presente, y aunque la llama olímpica ya no alumbra competencias de arte, su legado sigue vivo. En muchos sentidos, el estudio de un artista es igual a un gimnasio de entrenamiento. Ambos mundos exigen disciplina, constancia, y echarle valor a cada intento. Así como un atleta se revienta en entrenamientos brutales para alcanzar su mejor versión, un artista se mete al fondo de su creatividad, enfrentando agotamiento físico, bloqueos mentales y esa constante lucha interna por superar su última gran obra.
El espíritu de Coubertin todavía ronda en cada relevo de la antorcha, en cada logotipo con aros entrelazados y en cada ceremonia de apertura que en ocasiones da pena ajena. Él convirtió el deporte en un espectáculo global… y por un rato, hizo que los artistas fueran gladiadores olímpicos.
En el fondo, la historia del arte en las olimpiadas es un homenaje a todos los creadores que, igual que los atletas, se la parten para traer belleza al mundo. Nos recuerda que más allá de las medallas y los trofeos, la creatividad también es un deporte. Y que cada obra maestra es una medalla bien ganada al espíritu humano.
¿Tú qué opinas? ¿Crees que Coubertin tenía razón al poner el arte al nivel del deporte? ¿Crees que politización de las competencias fue el golpe final desafortunado a lo que hubiera sido una gran idea?