Eduardo Zamacois y Zabala
Eduardo Zamacois y Zabala

Eduardo Zamacois y Zabala
Bilbao, España
(1842 – 1871)

Nacido en Bilbao, España, Zamacois estudió pintura en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid desde 1859. Un año despues estudió en Paris con Jean-Louis-Ernest Meissonier. Muere a la corta edad de 29 años en Madrid.

La carrera y las obras del español Eduardo Zamacois

Madrid es una ciudad encantadora. Sus hombres y mujeres pasean, ríen y aman más que en cualquier otra ciudad del mundo. En las cordiales y blandas noches de invierno, los teatros se llenan de espectadores. Los actores favoritos son los que provocan la risa -el hombre cansado quiere reír. Entre ellos se encuentra un joven fino y de poca estatura, antiguo soldado, hermano de un gran pintor y de una famosa cantante. Tiene facilidad para imitar: reproduce las voces, los gestos y peculiaridades de la alta sociedad. Si no tomamos en cuenta esa capacidad para la imitación, y a pesar de su naturalidad espontánea, su voz aguda y llamativos ojos, podría decirse que es muy mal actor; pero cuando se le oye parodiar el tono de conocidos trágicos y comediantes, o se le ve falsear el aire melancólico de poetas de la actualidad, estalla la alegría y, con fuertes salvas de aplausos, se le reconoce su habilidad extraordinaria. El ridículo, como lo sublime y lo bello, tiene cumbres. La imitación burlona y la agigantada reproducción de las excentricidades humanas, aunque repugnante para los espíritus superiores, es útil y sana. Son críticas que no ciegan los celos ni el odio. Este joven actor, Zamacois, es un elefante en una cristalería cuando en la escena adereza su vestuario para personificar a cualquiera. Su ingenio es la sátira. Es una caricatura viva, sin la superioridad que caracterizaba a su hermano, el pintor. Tiene el mismo talento en la parodia e igual alegría, pero no su profundidad. ¿De dónde le viene su facultad de imitación? Fue estudiante del colegio militar -un nido de hombres sin gracia. Ha llevado una vida errante, en la cual el talento, como planta abandonada, se marchita y muere. Esto ha influido, sin duda, ya que el joven es un espontáneo y agudo observador. Pero probablemente su genio proviene de la misma fuente que el de su mordaz y sensible hermano, quien dejó en lienzos, con mano firme, precisas y vibrantes pinturas, más logradas al reconstruir el pasado para servir el porvenir que los dibujos laboriosos de pintores que se dedican a buscar, en edades muertas, sucesos aislados.
La habilidad de captar una época en un cuadro, o en unas hojas de papel, no le es dada a todos. El genio del hombre es padre incansable; sus hijos se parecen tan sólo en la fuerza: viven en su originalidad. La variedad agrada: los ojos fatigados con la igualdad en el color, el tono y la forma, se iluminan admirados con un nuevo matiz de tristeza o de gozo; basta que sea nuevo. Los jóvenes ingleses de barbas ligeras enloquecen de felicidad cuando, vestidos como bergantes, comen las uvas de Málaga acompañados de los que quieren serlo. Es algo auténtico y nuevo para ellos. Lo mismo sucede con la pintura española, y éste es el secreto de su éxito maravilloso y duradero en el mundo artístico. No es ella más que un reflejo del cielo en que se crea; pero con la firmeza de una mano gótica vacía en el lienzo toda el alma que brilla en los rostros resplandecientes y la luz que la calienta.
Ahora veamos dos de las excepcionales cualidades de Eduardo Zamacois. Al contemplar el vigor de su sátira podría decirse que ha usado látigo en vez de pincel. Pregúntese a monjes, cortesanos y reyes; ellos responderían lo mismo. Sus únicos medios fueron la mano gótica y la luz que conforta el espíritu. Fue un pintor filósofo. Hay mujeres a la moda y mujeres valerosas que desafían la moda. Hay esclavos que se doblegan bajo el yugo y otros que lo rompen. El hombre que complace al voluble tirano de la moda sin rebajarse debe ser feliz. Un hombre superior es aquél que sabe aprovecharse de ese poder del agrado, y lo usa para expresar un pensamiento sólido y permanente. Zamacois rechazó lo indigno como los mercaderes fueron arrojados del templo. El vio los monjes miserables que no entendían al Dios de sus sermones, que medraban con el temor de los que no sabían morir, que volvieron piedra en las paredes de sus iglesias las almas del pueblo, que vendían indulgencias por los pecados que ellos mismos causaban y cometían, y alzó el látigo. El vio los hombres afortunados cuya grandeza se media por los enemigos muertos en la guerra y por el numero de afligidas mujeres que enviaban al harén de los monarcas -parásitos entorchados que reciben alimento de los mismos que ellos devoran; -y alzó el látigo. Tampoco olvidó flagelar al rey que se aprovechaba de estos adulones e hipócritas, que convertía a los hombres en bufones temerosos de su amo, que forzaba la reverencia de los monjes que sufrían su desprecio y estrangulaba a los arrodillados; también éste fue castigado. Monjes, nobles y reyes sintieron el látigo. Los cuadros eran sólidos, el dibujo de acero, el color de fuego; la fuerza de Cervantes, la sátira de Molière y la consistencia de Meissonier. Son cuadros pequeños, pero más grandes que muchos grandes cuadros -vivos, brillantes y encendidos. Son ideas eternizadas, opulentos de luz, magistrales de técnica. Revelan la individualidad de un verdadero hijo del genio. Son la concreción de la gracia, del reposo, de la fidelidad y de la fuerza.
El que exagera pierde lo que de otros exagera. Para ser útil hay que ser exacto. Para ser fuerte hay que comprometerse con la verdad. Al principio puede perderse alguna batalla pero, se ha de ganar la decisiva. Para ser invencible hay que hacerse inexpugnable; para ser maestro hay que serlo primero de sí mismo, aun en el celo de la ira justa. Zamacois era más prudente con el color que muchos grandes escritores con su pluma. La caricatura que degrada rebaja al caricaturista; Zamacois nunca bajó hasta ella. Amaba demasiado la belleza para pintar lo feo. Sabía que exagerar la verdad es debilitarla. Por pequeña que sea, la injusticia es un arma poderosa en las manos de quien la padece.
Zamacois era serio y satírico. Lo mismo atraía al frívolo que al grave: seducía hasta a los que flagelaba; era admirable a través del cabal reflejo de su burla, y terrible a través de las sangrantes heridas que abría. La suya era una sátira experimental, apropiada para un siglo en el que se sacan conclusiones de los hechos. También era una sátira lógica, en la cual, como en toda buena comedia, la moraleja viene de la obra misma sin el doloroso esfuerzo que deprime la energía del autor.
Al estudiar sus cuadros se descubre la penetrante visión de Rabelais y se oye la risa sana del creador de Sancho Panza. El pobre y el ignorante nunca sufrieron por su mano; sus problemas se resolvían al dirigir nuestra atención al vestido de seda y a la rizada peluca. Con método, persistencia y valor descubría la perniciosa existencia de cortes y conventos; pero sin odio, sin desenfrenada imaginación y sin rebuscar lastimosos extremos. Expuso las llagas de la pereza, la infamia, la hipocresía, el temor y la mentira. Por más ciertos que fueran, nunca buscó casos aislados o faltas accidentales. Pintó nobles sonrientes en sus palacios; curas recabando caridad mientras comían alegremente; curas que interrumpían la intimidad de los recién casados para procurarse una taza de buen chocolate, holgando en las iglesias o alborozados en la puerta de los monasterios. Sus cuadros provocaban desprecio hacia clérigos y cortesanos; y eran estos, no el pintor, los responsables. Los pintó tal como eran: altivos, adornados de seda; robustos y sensuales, vestidos de buriel.
El artista que ha de sobrevivir en sus cuadros dibuja la verdad. El que se contenta con la mera copia y ornamentación de Lo perecedero está destinado a perecer. Hay que mostrar a los hombres que se les entiende para ganar su admiración. Zamacois pintó los defectos permanentes con un estilo brillante: ése fue el secreto de su éxito; muchos otros contribuían al encanto de una idea germinal. Corregía sin lastimar porque basaba la critica en una época pasada. Esto daba a su sátira hermosa fuerza. Con justicia Llamamos a algunos hombres grandes pintores; con respeto decimos de Zamacois. “He aquí un pensador”. El dominio, de si mismo era su energía – hasta la indignación generosa puede llevarnos muy lejos. Quizás una superioridad de la pintura sobre las letras es que aquélla obliga a la reflexión, al estudio, al mejoramiento y a los cambios. La pluma tiene alas y anda demasiado aprisa; el pincel pesa y no vuela tan ligero. Al igual que la pintura, escribir es un arte. Como el actor, un escritor escoge en silencio la forma más apropiada para expresar Lo que concibe al calor del afecto o de la indignación. Construye su obra como el carpintero la casa. ¡Y qué gran constructor era este español! Nació en un país donde los hombres son honrados y las mujeres hermosas, pero donde los hombres y las mujeres creen defender sus derechos naturales al morir por don Carlos, el monarca de los frailes. Una aversión viviente y honorable ha germinado en el alma generosa de los gentiles, orgullosos e ingenuos jóvenes de Vizcaya. Los curas encienden y vuelven a encender la antorcha de la guerra civil, Y la juventud cae como el maíz bajo la hoz en tiempo de cosecha. Los vizcaínos no pueden querer a esos curas.
Con honesto aborrecimiento, Zamacois vio clérigos gordos y holgazanes brincando corno cuervos en las callejuelas solitarias de Zaragoza, en los callejones oscuros de Pamplona y en las calles Árabes de Cádiz. Vio, al monje de hace un siglo todavía reinante en España, viviendo del exceso de benevolencia de unos y de la ignorancia de otros. Decidió aniquilar a ese monje. Entonces, se exaltaba en España a una mujer que había sido extraviada por aquéllos que querían usufructuar su poder. Francia gemía bajo la bota de un recién llegado intranquilo, ante quien bajaban la cabeza hombres como Prévost Paradol y Laboulayé. No debe extrañarnos que Zamacois odiara esas cortes. Su brillo ahogaba la razón; su aliento recargada del fétido olor de las guerras injustas que sostienen las monarquías, corrompía los corazones. No se debía sólo lanzar al aire el sano desprecio, era necesario denunciar en el lienzo esa vergüenza, darle forma con la libertad de Holbein, Albert Dürer y Brauwer; la infamia resistía la muerte; era necesario exhibirla en su degradación para que viviera eternamente. La juventud es una mariposa medio enloquecida; quema en la primera luz sus alas frágiles y la carga delicada de sus ensueños. Zamacois lo sabia. Para salvarse se alejó de la llama. Sus tenues alas se convirtieron en alas de acero; las modeló con Meissonier. Sólo los más impecables pintores trabajan en la casa elegante y silenciosa de Meissonier. Sus alumnos tienen que saber dibujar el pelo de la crin de un caballo blanco y las fibras de un trozo de madera. Tan sólo por sus cualidades dominantes ya son maestros. De la observación derivan su capacidad artística. Meissonier admite en su estudio sólo a aquéllos que puedan reproducir la carne viva; allí aprenden a darle colon Hay pintores poetas que generalizan al dibujar. En este siglo de doctrinas positivas es conveniente que exista el pintor analítico. ¡Lástima que le falte lo que falta también a su filosofía, a los amantes del arte que compran sus obras y a la época en que es glorificado: la ciencia de lo que no se materializa! Por su dedicación exclusiva a lo exterior, ha perdido el poder interior para animar Lo externo. No puede pintar. Como los jóvenes a la moda, dedica demasiado tiempo a acicalarse para entender o ejecutar Lo más serio.
Una gran prueba de talento es saber escapar de la influencia de los grandes talentos. Saber rebelarse es una ciencia. Zamacois mostró esta señal del genio. Con una mirada a sus cuadros vistosos de acabado tan admirable, pintados con el mismo trazo en todas sus esquinas, puede decirse: “He aquí al discípulo del pintor de 1807”. En sus dibujos con la técnica de Meissonier no se ve, sin embargo, a Meissonier. El estilo, está ahí, pero su arte ha crecido. En el discípulo saludamos a un gran maestro.
En Zamacois siempre domina el reposo; aunque, diferente a Fortuny, no odiaba el bullicio. Educado, en París, aprendió a vivir con el ruido y Lo escuchaba con placer. Cuando se le invitaba a ver las grandes obras de la naturaleza se volvía sonriente para estudiar la naturaleza del hombre. Para él la naturaleza era la humana. Podría haber dicho. “Sigo la técnica, de mi maestro, Meissonier, y de mi amor a la observación; en mi paleta llevo la solidez, la serenidad y el colorido de mi vieja tierra de Vizcaya. Mis montañas son alturas morales, mis ríos y mares las pasiones de los hombres, y mi sueño es exterminar a los infames, castigar al adulador, mejorar la humanidad poniendo ante sus ojos un espejo fiel – que no sólo refleje el cuerpo sino que reproduzca, también, su alma acusadora, desnuda, enfermiza y fría. ¡Fuera los pintores de Lo bonito! ¡Id vosotros a copiar nubes! Yo soy pintor de lo grave: pintaré hombres.”
Para conocer sus modelos vivió con ellos. Tomó sus monjes de los monasterios, sus cortesanos de las cortes. Todavía hay hombres que consideran un honor arrodillarse ante un soberano que bosteza, y servirle de criado. Por mordaz que fuera la sátira, a nadie enojó el artista. Los franceses aplaudieron sus gruesos frailes de España, pero no disgustó a los españoles porque ridiculizaba a hombres de pasados siglos. Fue astuto este pintor. Como eran alegres, sus cuadros teman compradores entusiastas- les hacía reír y pronto lo perdonaban. Vivió la edad de los detalles, y sus cuadros se llenaban de, ellos. El poder de agradar estaba seguro en sus obras. En el próximo siglo los artistas ilustrarán mejor Lo que nosotros hemos examinado poco a poco en nuestros días.
Zamacois tema un carácter fuerte: sus dones así Lo demuestran. Expresaba grandes ideas con brillo, solidez y prudencia. Ya era conocido y admirado cuando una de sus obras atrajo la atención universal en la Exposición de París, en 1867. Este cuadro era superior a “El favorito, del rey”, presentado el año siguiente, y a “El regreso al monasterio”, que tanto hizo reír en 1869. Todo el mundo observó que su pintura era cuidadosa, trabajada, bien concebida y clara. Una vez encontrado el objeto de su búsqueda iba derecho a él. No hizo paginas aisladas: cada una era parte de un libro inmenso, luminoso y profundo. El descubrimiento de un tema es señal de un carácter fuerte. “Los bufones del siglo XVI” es un cuadro maravilloso. Se ve la antecámara del rey Enrique III. El instinto crítico del pintor se manifiesta en la torpeza física de estos hombres inteligentes. Casi todo el mundo ha visto esa obra, y los que la vieron no la podrán olvidar. Las caras hablan. Los ojos se humedecen ante ese cuadro en el que sonríen hasta los colores. Los pobres están allí, llenos de fuerza, desgraciados y envilecidos. Los cortesanos medio alocados se reúnen en un corredor del Palacio Real. Es un lugar oscuro aunque no lúgubre, sobrio en adornos como para no distraer el acontecimiento que allí sucede. Mientras esperan ser llamados por sus crueles y viles amos los cortesanos fingen divertirse. Uno de ellos, cuya alegría aparente se retrata tan viva que involuntariamente nos obliga a quitarnos el sombrero, es el propio Zamacois, con su nariz prominente y enorme boca. Sus ojos ávidos simulan ya haberlo visto todo. A pesar de su afectado desprecio hacia Lo que le rodea, da la impresión de disfrutar de algo todavía. Otro que parece un hombre de estado esta en cuclillas. Es Worms, un pintor que, sin faltar a la originalidad del país que le inspiró, ha llevado la gracia francesa a los temas de España. Fue él quien exhibió “El romance de moda”, donde aparece una pagina deliciosa del Directorio, junto a “El favorito del rey”. ¡Qué rostro! La frente es redonda como un hemisferio, el gesto es uno de resignada desesperación, de una noche sin ida, de la pena lenta, constante e inconsolable de un jorobado -el corazón de Víctor Hugo palpita en la espalda deforme de Quasimodo. Aun hay otro rostro; su espíritu burlón confiere fuerza extraordinaria a sus rasgos comunes. Es el retrato de Raimundo Madrazo, el autor de “La salida del baile”. Su barba negra trae a primer plano una boca llena de cruel pero justa ironía; su nariz respingada huele en el aire los vergonzosos secretos de sus enemigos; los ojos le brillan como diamantes. Mirad al bufón de dudoso disfraz. Los vestidos resaltan el odio, de sus facciones. ¡Qué imponente es la pena de ese bufón representado por Worms, y qué deseos de venganza y odio implacable arden en esa cara para la que Madrazo sirvió de modelo! Son dos enanos magníficos; los vemos para no olvidarlos jamás.
Hay cierta rigidez en este cuadro, y algo excesivo, en los disfraces. El verde no logra una fusión feliz con el amarillo. A veces el fuego español sobrepasa la precisión francesa. Son faltas nobles la impaciencia del genio y el exceso de fuerza – demasiada masculinidad mejora la belleza de los jóvenes honrados. Zamacois no se agobió por el uso indiscriminado de sus facultades; algunas almas grandes, sin embargo, se consumen en fuegos de artificio.
Miremos “El favorito del rey”. Si pudiéramos tender el cuerpo de una monarquía, a la luz de las cortes de la Regencia, de Felipe IV y de Carlos II, como el cadáver de un desconocido expuesto en la morgue, completamente desnudo, ese cuerpo mostraría las heridas que sangran en este cuadro del favorito. Un bufón grueso y macizo, al que sigue un can miserable, sube la escalinata del palacio de su amo. Es la lección que enseña una monarquía pintada sin piedad. Por su tono recuerda “La eminencia gris” de Gérome. Es un cuadro valioso, pero, le falta armonía. Zamacois no era aún el maestro del color que había de ser – daba la impresión de repintar con exceso el lienzo. El exagerado pulimento de una obra suele hacerla aparecer inconclusa. Aquí el tema es sencillo pero eterno: los cortesanos y los altos dignatarios, por burla o temor, saludan al bufón del rey; otros con sarcasmo saludan al perro. El bufón es una denuncia viviente que pregona la culpabilidad de los nobles indolentes y cobardes. ¡Que pintor ése que pudo con acierto, y extraordinaria claridad, plasmar en tantas caras tal variedad y vida, y tan sorprendentes matices del vicio!
En el Salón de 1869 “El buen pastor” estaba junto, a “El regreso al monasterio”. Como la rosa, aquel cuadro tiene espinas junto a sus hojas suaves. Un cura enjuto y duro, con formas de púa, simboliza zarzas y severas penitencias; y el otro que sonríe, amable y perfumando, es símbolo del pétalo suave de una flor. Para agradar a las mujeres hay que vestir al Señor de colores rosados. Desde luego, una procesión de fieles sigue al cura de la sonrisa, mientras que un aire de desolación rodea al religioso severo. Es bueno el cuadro no porque sea una parodia de aquél valioso, y conocido de Heilbuth, sino porque es una solución plástica, y del mejor humor, de un problema humano. Todo, el alcance de ese método se muestra en ‘M regreso al monasterio”. Un hermano lucha con su asno a la puerta de la abadía mientras que otros se ríen de él. Hace reír, no se puede evitar. En el forcejeo de la bestia y el fraile las provisiones han caído al suelo. Aquí nos da otra lección provechosa: agobiados de preocupaciones, los hombres buscan refugio en un monasterio, pero el animal se resiste a entrar. El burro tiene una graciosa cabeza de tan nítido perfil que muchos hombres la envidiarían. El lego tira con toda su fuerza de la rienda mientras que sus divertidos compañeros intentan descargar el paciente animal. Todo el que ve este cuadro se pregunta si el religioso no es más torpe que el mismo asno. El cuadro está bellamente ejecutado con gratos colores. Es también una ingenua aunque aguda burla. Hasta los frailes se ríen al contemplarlo -todos conocen a un hermano que les recuerda al hermano del asno.
El infatigable pintor sufría de tisis. Perdió color y peso, pero continuó siendo bondadoso. Era buen amigo: él fue quien llevó hasta Goupil a Fortuny, y quien lo presentó a W. H. Stewart, abriéndole así las puertas del triunfo. Trabajé en el estudio de Fortuny cuando ese gran pintor estuvo en París. Zamacois empezó a desfallecer mientras preparaba su mejor obra. “La educación de un príncipe”. A pesar del tema ufano, es un cuadro austero. Aunque todo en él sonríe, es una pintura llena de lágrimas. En nube de vivos colores, en la que se esconde una tormenta, el artista alcanzó la mejor expresión de su talento original -su capacidad de síntesis. Mirad la escena: combina la historia de Europa con la historia de la humanidad. Miradla otra vez: es el triunfo de la fuerza halagada por el hombre. Dice que matar es gobernar. Un pequeño príncipe tendido sobre riquísima alfombra juega a la guerra. Enseñan a un niño el arte del crimen. Sus juguetes – los hombres y los cañones- son terribles. El augusto infante es tan diestro que de un disparo derriba varios soldados. Cierto, son de madera, pero los hombres que matan y mueren por el gusto y la vanidad de sus amos, también son hombres de madera. ¡Y cómo ríe la corte, y qué feliz parece estar! ¡Qué gran rey ha de ser! ¡Qué excelente asesino será el niño! Si algún súbdito insolente se atreve a alzar la frente, el lo aplastará como a sus soldados de madera. No hay nada que temer: bajo su mando los dignatarios civiles, eclesiásticos y militares, continuarán en posesión de la riqueza exprimida del sudor del pueblo. ¡Mirad la multitud de adulones en aquella esquina! El niño domina el cuadro, pero no es su señor. ¡Ah no! El verdadera amo, es el pintor, que en tiempos de admiración por las cosas triviales hizo con su noble arte un látigo para las manos de la justicia, una denuncia contra los reyes criminales, una voz apacible para las quejas del hombre Y un fulgente vehículo para el pensamiento. El gusto de la época puede concederle poca importancia, porque a veces obliga al artista a mantener en la oscuridad sus mejores obras, pero es un cuadro admirable.
Llegó la guerra, la guerra cruel de Francia en la que murió Henri Regnault el generoso pintor de Prim. Zamacois amaba su patria, y regresó a España. La enfermedad que le consumía la vida movió rápida sus pinceles. Era un buen año para los pintores españoles. El joven rey Amadeo les encargó cuadros sobre episodios nacionales: A Gisbert, “La entrada del rey en Cartagena”; a Rosales, “La entrada en Madrid”; a Casado, “El juramento en la Corte”; a Paimaroli, “Una recepción de gala en el Palacio Real”; y “El Salón de los Embajadores” a Eduardo Zamacois, que murió en enero de 1871.
Con el tiempo se rendirá el homenaje merecido a este excelente pintor. Fue un gran critico; apuntó alto y dio en el blanco. Al ver las heridas del corazón humano trató de curarlas. Fue un verdadero hijo del arte, y defendió a su madre verdadera: la libertad.

José Martí
(The Sun, XLIX, 60 [Nueva York, 30 de octubre de 1881], p. 3, col. 1-3.)